Las frases

19 mayo, 2023 | Filosofía y Letras, Punto de Vista

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Las frases

Por Luis Sáez Rueda

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¿Por qué se rebela algo dentro de mí cuando asisto a la extracción de una «frase» y a su conversión en un supuesto «pensamiento»? Proliferan las frases de eminentes pensadores y artistas. Se las acota y adquieren un sentido mágico: es como si contuviesen el secreto de algo que nos incumbe profundamente: la felicidad, el amor, la amistad, el sentido de vivir…
 
El tratado teórico ha sido progresivamente sustituido por concrescencias: primero por el ensayo, que es un invento de la modernidad y que en Montaigne alcanza una cumbre. Luego, por las glosas sentenciosas y con filo, esas breves flechas de Pascal o de Nietzsche, ideas comprimidas en pocas líneas y disparadas hacia un lejano oído. Hasta aquí hay síntesis y condensación, pero no pérdida de riqueza. Pero luego, en la sociedad de la información, la concisión, que se mantiene aún en los buenos «titulares», se pierde, sin embargo, en un impreciso cúmulo de constataciones atomizadas.

Cabía aun avanzar hacia la comunicación escueta y estandarizada del mundo virtual, y de ahí a la «frase» flotante de Platón, Séneca, Todorov o de quien sea. Cabía avanzar en tal dirección; y se hizo. Una floresta de frases, epigramas, sentencias, pretende adornar el laberinto de pasadizos silenciosos en que se va convirtiendo la comunicación. En la época de la red, de la interconexión, de la retícula, cada nódulo en el que convergen mil líneas es susceptible de ser extraído y presentado en solitario. ¿Qué tiene la frase, esta frase postrera que sustituye a los sistemas y a todos los cuerpos de ideas o doctrina, que resulta tan indecoroso? No puede ser la frase misma, pues las hay de enorme profundidad. Tampoco habría que culpar excesivamente al que la escribe o hace gala de ella, pues quizás esas frases lo protegen contra la dispersión enorme de las cosas, quizás lo amarran a un mástil y le impiden abandonarse a la multitud de cantos de sirena que vienen de todas partes. No es nada de eso. Tal vez se trate, entonces, no del emisor, ni del receptor, ni de la frase, sino del «acto» mismo de presentar la frase. Ese acto parece carecer de escena. Surge sin dramatización, de una vez y súbitamente, sua sponte. En tales condiciones, la frase encara al que la lee como si fuese un solitario sortilegio en medio del desierto. Y en esa soledad, la frase ya no derrama significaciones hacia su entorno próximo: se señala a sí misma, indica su clara y transparente presencia. Es como si se nos apareciese en la noche un rostro al volver la esquina y no mirase a otro lado, permaneciendo encarado hacia nosotros, que quedamos estupefactos, atribulados.
 
Por supuesto, toda frase tiene un sentido, un mensaje que transmitir. Pero, irrumpiendo tan insólitamente y ocupando un escenario vacío, le falta el coro que la humaniza, ese coro que en las tragedias de Sófocles y Eurípides acompañaba con comentarios las expresiones del personaje; y, de este modo, termina siendo más importante el acto de presentar la frase que su significado.
 
La frase que hoy toma el relevo de la palabra, del tratado, del ensayo, de la glosa y hasta del aforismo no tiene coro porque lo desprecia, actúa sin decoro, nos afronta sin paliativos, nos encara irrespetuosamente. Carece de pudor y se manifiesta a sí misma como un centro autárquico.
 
Y esta es, tal vez, la clave de por qué me parecen tan incómodas las frases aisladas. Resulta que se parecen a los seres humanos de hoy y me evocan padecimientos: están estos cada vez más aislados, más solos, más vueltos hacia sí; semejantes a eremitas que se lanzan señales desde sus respectivos enclaves de retiro, refugio o clausura. Los antiguos interiores donde se buscaba el alma -la sacristía, la iglesia, el teatro, la biblioteca-, se ven hoy prolongados por figuras tenebrosas de la mónada: el círculo fantasmal presidido por el ordenador, la espiral angustiosa atraída por el móvil… y también, independientemente de si media la técnica o no: el estrecho camino de la autopromoción, sin desvíos innecesarios, sin riberas verdes y espaciosas; el serpenteante ensimismamiento de la obsesión; la campana acristalada de la ansiedad, ese recinto frágil recorrido por impetuosas exasperaciones; y tantos otros.
 
El acto escueto de la frase testimonia una sociedad de individuos narcisistas, pero, al unísono, de seres doloridos por un mal que desconocen, porque los desborda desde abajo y hacia un fondo oscuro. Firmes en su apariencia -que deben recomponer cada día-, en realidad viven temblorosamente desamparados. Como necesitados de un infinito que es retenido y cubierto una y otra vez en lo más concreto y fugaz; y de un coro que huyó; y de tantas cosas que quieren nombrar y que se van, porque están como en fuga.

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La palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha.
– Michel de Montaigne (1533-1592) Escritor y filósofo francés.

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Luis Sáez Rueda es profesor en el Departamento de Filosofía II. Facultad de Filosofía y Letras. Campus de Cartuja. Universidad de Granada 18071 GRANADA, SP. Sus principales libros son Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad (2009) y El ocaso de Occidente (2015).
https://www.ugr.es/~lsaez

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