Aversión a la pérdida

28 mayo, 2020 | Punto de Vista

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Aversión a la pérdida

Por Pedro Álamo

Le propongo un juego. Lanzamos una moneda al aire y si sale cara, pierde 100 euros; si sale cruz, gana 150 euros. ¿Aceptaría jugar? Responda a la pregunta antes de seguir leyendo, como si fuera una situación real.

El fundamento psicológico de este juego tiene que ver con uno de los principios que están en el corazón de la teoría de las perspectivas, el de la aversión a la pérdida tal como lo plantea el Premio Nóbel de Economía Daniel Kahneman (Pensar rápido, pensar despacio, Random House Mondadori, 2012, pos. 5874 Kindle). Las pérdidas pesan más que las ganancias, de manera que si se nos ofrece la posibilidad de desarrollar un negocio no solo tendremos en cuenta la oportunidad de ganar sino, sobre todo, la posibilidad de perder.

Desde un punto de vista estadístico, la probabilidad de ganar en el juego planteado al principio es del 50% y esto debería ser suficientemente atractivo como para aceptarlo. Desde el punto de vista de la razón coste/beneficio, el valor esperado en el juego es positivo, porque se puede ganar bastante más de lo que se puede perder (150 € contra 100). Pero la percepción psicológica no es simétrica, sino que se escora hacia un lado llevándonos a otorgar mucho más peso al riesgo de perder que a la posibilidad de ganar porque los seres humanos tienen aversión a la pérdida. La mayoría de las personas responderán a la pregunta del principio diciendo que no es un juego que les interese y no aceptarán jugar.

Este principio psicológico, además de estar presente en el mundo de los negocios, puede ser generalizado a otros aspectos de la vida. Por ejemplo, ¿qué hace que una persona se aferre a una relación de pareja que no le satisface? El principio que subyace es el de la aversión a la pérdida. La valoración de la pérdida puede ser psicosocial (qué dirán mis amigos, es un fracaso…), puede ser económica (qué pasará con la hipoteca, no gano lo suficiente para vivir de forma independiente, mi nivel de vida se resentirá…), puede ser familiar (cómo reaccionará mi familia, cómo afectará a mis hijos…), puede ser religiosa (no es la voluntad de Dios, la iglesia no lo verá bien, la Biblia dice…). Es verdad que la ganancia puede ser significativa, porque la persona gozará de más autonomía, se abre la puerta a una nueva relación que pueda ser más satisfactoria… pero, si el peso específico que otorgamos a la ganancia no es bastante mayor que los riesgos, costará tomar una decisión porque se tiene aversión a la pérdida.

En el aspecto teológico también observamos este principio. Todos necesitamos puntos de referencia para orientarnos en la vida y, cuando desaparecen, nos vemos perdidos, sin rumbo, vulnerables, inseguros…; también en el aspecto espiritual ya que, normalmente, lo espiritual y lo psicológico se solapan. Por eso, nos aferramos a lo “seguro”, a lo que hemos pensado o creído siempre (nuestro punto de referencia). Esto explica que principios fundamentalistas sigan activos en las iglesias, aferrándose a la literalidad de la Escritura, de manera que se huye de todo aquello que implique cuestionar las creencias que se han mantenido desde el inicio del cristianismo o desde los albores de la religiosidad porque se tiene aversión a la pérdida.

Quisiera ilustrar esto con algunos ejemplos. Cómo explicar en nuestros días y situación vital lo que dice el Antiguo Testamento sobre los plazos de purificación para la mujer si tenía un hijo (7+33 días) o una hija (14+66), según Levítico 12. Claramente es una línea discriminatoria y el fundamentalismo no puede aclararlo; solo una lectura desde la significación de la cultura permite una explicación abierta, comprensible y fiable. El problema está en que la discriminación de la mujer se ha sostenido hasta hace muy poco tiempo y, en algunos círculos cristianos, todavía se sigue sosteniendo porque se tiene aversión a la pérdida y se aferran a un punto de referencia cerrado, hermético.

Cómo explicar la separación que se hacía de un enfermo de lepra, declarándole inmundo (Lev 13). La religiosidad judía entendía que la enfermedad era un castigo de Dios como consecuencia del pecado. Esto mismo es sostenido por muchos cristianos a los que se les ha enseñado una línea doctrinal estricta (punto de referencia) y tienen temor de cambiar de manera de pensar porque hay aversión a la pérdida. Pero hoy sabemos que lo que la ley intentaba hacer era proteger al pueblo de los posibles contagios, pues la lepra era una enfermedad infecciosa que, si no era tratada, representaba una fuente de contagio para el pueblo.

A partir del Nuevo Testamento se ha hecho mucho énfasis en la posesión demoníaca y la necesaria expulsión para que la persona pueda experimentar sanidad. Muchos cristianos siguen asumiendo esto como “verdad infalible” de la Escritura (punto de referencia) y tienen aversión a la pérdida por lo que se aferran a esa doctrina. El NT habla de enfermedades cuyo origen era desconocido, con una sintomatología concreta y se atribuía a la acción de Satanás; es decir, aquellas enfermedades que no tenían una sintomatología física y era desconocida se atribuía a los espíritus inmundos que moraban en la persona y era obra del diablo. Hoy sabemos que estas enfermedades tienen una explicación médica y, afortunadamente, hay tratamientos muy potentes que pueden atenuar los efectos de los problemas mentales.

Podríamos mencionar muchos otros ejemplos como el divorcio, la guerra “santa”, la educación de los hijos, la autoridad en la iglesia, la soberanía de Dios, el concepto de pecado, el divorcio, la orientación sexual, la depresión en una persona de fe… Todos estos, y muchos más, son temas para los que se hacía una lectura literalista y una interpretación teológica sesgada desde mi punto de vista; hoy en día se han cuestionado o se están cuestionando muchos de estos asuntos intentando superar el principio de aversión a la pérdida que subyace al status quo. Lo más cómodo es no tocar nada, no mover nada, pero la conciencia es un arma extraordinaria que hace revisar las creencias más profundas del corazón.

Antiguamente se pensaba que el sol giraba alrededor de la tierra siendo ésta el centro del Universo y se asumía que estaba avalado por la Escritura; pensar lo contrario era herejía que debía ser combatida y erradicada por cualquier medio. En el año 1530 circuló un manuscrito de Copérnico titulado “Pequeño comentario”, en el que proponía la teoría de que la tierra giraba alrededor del sol con lo que se cuestionaba el modelo geocéntrico de Tolomeo; Copérnico fue considerado hereje y algunos de sus escritos fueron incluidos en el Índex de los libros prohibidos. A pesar de la evidencia se prefería seguir aferrado a una doctrina errónea (punto de referencia), porque generaba un riesgo enorme pensar que la Biblia pudiera estar equivocada (por una lectura literalista) ya que todo el resto de las creencias se verían amenazadas. Esto no es un tema baladí, está en el centro neurálgico del evangelicalismo de nuestros días. Las reacciones viscerales que hubo en los albores del protestantismo contra la nueva doctrina impulsada por Lutero y compañía también pueden ser interpretadas como aversión a la pérdida y, sin embargo, significó un renacer de la espiritualidad.

Aferrarse a una doctrina (punto de referencia) otorga seguridad; esto significa que, si alguien plantea la posibilidad de que esa doctrina sea falsa o tan solo abra la puerta a otras posibles interpretaciones, se convertirá en un agente de inquietud interior, incertidumbre, inseguridad y miedo, y se verá como una amenaza de la que hay que protegerse. Estamos programados así, para tener aversión a la pérdida.

Pero no es nuevo todo esto. Bastaría hacer una lectura de los evangelios bajo esta perspectiva. Los escribas y fariseos eran expertos en la Torá, conocían las Escrituras y las tradiciones, lo que les otorgaba un estatus especial desde el punto de vista de la sociología religiosa del siglo I. Aparece Jesús de Nazaret que pone “patas arriba” los planteamientos fundamentalistas de los “teólogos” de la época minando toda su credibilidad, lo que empuja a los dirigentes religiosos a quitarle de en medio; era una reacción normal, huimos de lo que nos produce temor, luchamos contra lo que representa una amenaza… Los fariseos tenían mucho que perder con las enseñanzas de Jesús; el riesgo era enorme (prestigio social, control, dominio, poder, influencia, dinero…), una gran pérdida que no estaban dispuestos a aceptar.

En nuestros días algunos creyentes e iglesias están poniendo en tela de juicio algunas creencias que se han sostenido durante muchos siglos como dogmas de fe, y esto está provocando inquietud y, en algunos casos, temor a una “contaminación mundana” manchada de humanismo. La aversión a la pérdida puede hacer que nos protejamos con el rechazo, el juicio condenatorio, la cerrazón, el dogmatismo…, y vayamos por el camino de la exclusión de aquellos que no piensan como nosotros (los conservadores rechazan y los liberales menosprecian), sin darnos cuenta de que se está asumiendo otro riesgo más devastador, el de convertirse en una secta farisaica.

El apóstol Pablo, consciente de todo ello, advirtió a la iglesia de Roma: “No os conforméis a este siglo” (Rom 12.2) y lo está diciendo a creyentes como nosotros que pensaban que estaban en la senda de la verdad y añade: “Sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento”, lo que nos ayudará a comprender cuál es la voluntad de Dios. Cerrarnos a otras formas de pensar, a otras posibilidades de entender la espiritualidad, a otras maneras de expresar la fe y la vida…, puede ser solamente un síntoma disfuncional motivado por un principio psicológico, la aversión a la pérdida.

Algunos reformadores holandeses (se sospecha que fue en el siglo XVII) plantearon la famosa frase para mantener vivo el espíritu de la Reforma: “Iglesia reformada, siempre reformándose”, pero la guardamos en un “baúl” y preferimos no sacarla a la luz porque choca con el principio psicológico que venimos comentando, el de la aversión a la pérdida. Por ello, en nuestros días se hace imprescindible transformar nuestra forma de pensar para adaptarla a la mente de Cristo (1 Cor 2.16).

Quisiera plantear un tema ético que algunos ya hemos revisado hace tiempo. A finales del siglo XX la única opción “cristiana” de convivencia aceptaba en las iglesias protestantes para una pareja era el matrimonio (civil y religioso); es más, la pareja que contraía matrimonio ante las autoridades decidía no cohabitar hasta que se celebrara la ceremonia religiosa que no tenía ningún valor legal, sino solo testimonial. El matrimonio representa una unión entre dos personas que libre y voluntariamente deciden compartir su vida, dejando sus familias de origen; si es una pareja cristiana se asume que es Dios el que las une. Planteemos ahora la posibilidad de que dos personas se amen y decidan compartir su vida sin el “sello” de la ceremonia civil o religiosa; tienen la convicción de que es Dios quien las une y desean construir un proyecto común. ¿Qué diferencia hay entre estas dos líneas de actuación? La existencia de un contrato civil. Sin embargo, sí observo una gran diferencia entre las reacciones que provocan en el seno de las iglesias cristianas, aceptando el primer planteamiento y rechazando de plano el segundo. El primero (matrimonio civil) no genera aversión a la pérdida, mientras que el segundo (parejas de hecho) hace cuestionar principios que se han sostenido durante mucho tiempo (punto de referencia) y no se está dispuesto a poner en riesgo la estabilidad emocional y espiritual personal y del grupo.

Para ilustrar la asimetría que existe entre la ganancia y la pérdida y cómo este principio subyace en variados aspectos vitales de nuestra existencia, quisiera mencionar un último ejemplo, el del perdón, práctica que entre los cristianos debería ser una constante. La pérdida pesa más que la ganancia, el mal pesa más que el bien, el pecado pesa más que la misericordia. Me explico. Todo lo bueno que una persona haya podido hacer durante mucho tiempo no sirve de nada cuando se da a conocer una conducta reprobable; la decepción es tan grande (pérdida) que es difícil que sea compensada con todo lo bueno que se ha recibido de ella (ganancia) y, por lo tanto, la probabilidad de que esa persona sea perdonada, en el sentido pleno de la palabra, disminuye de forma categórica, al punto de que no se la acepta en el círculo religioso. Por eso, el perdón es un milagro, es una acción “contra natura” porque el ser humano no está programado para perdonar y solo el Espíritu de Dios puede moldear esa tendencia natural para que la generosidad que ha de presidir todo acto de perdón pese más que el resentimiento o la aversión a la pérdida. Por eso sorprende y fascina el amor de Dios, que excede a todo conocimiento (Ef 3.18).

La aversión a la pérdida genera parálisis y estancamiento y afecta a todas las áreas de la vida. Por eso, merece la pena hacer una reflexión sincera y abierta porque en nuestro ADN está escrito el principio de aversión a la pérdida y dirige nuestra mente, actitudes y conducta más de lo que nos imaginamos; es posible que nos encontremos sosteniendo ciertos principios vitales porque tenemos aversión a la pérdida. Renovar nuestro pensamiento con la verdad de Dios nos ayudará a superar miedos y temores y permitirá que veamos un futuro más abierto y esperanzador; sin duda será obra del Espíritu de Dios que nos ayudará a superar una tendencia natural en el ser humano, la aversión a la pérdida.

Pedro Álamo es Bachiller en Teología y Licenciado en Psicología. Actualmente se desempeña como delegado comercial en una Compañía de servicios tecnológicos para editoriales. Es autor de «La iglesia como comunidad terapéutica» y «Consejería de la persona. Restaurar desde la comunidad cristiana», publicados por la Editorial Clie.
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