El Tronco
Por Isabella de Jesús
De su libro inédito El Huizache y otros cuentos
El Tronco
En el pueblo le apodaban el Tronco. Verlo mientras crecías, fue parte natural de tu escena cotidiana. Un tipo alto, vigoroso, cara tosca curtida a viento y sol, de presencia más bien circunspecta. Según todos, padecía lentitud de entendimiento. Aparentaba la edad de tu padre. Se encargaba de las siembras de su familia, que también era dueña de la tienda más grande; allí se encontraban desde comestibles, vino, cereales y aperos de labranza, hasta una aguja, tarjetas de cumpleaños, e incluso mercurio y dinamita.
Sin ser amiguero, al regreso de la labor, el Tronco gustaba de sentarse con el grupo de hombres que permanecían fuera del portal de la tienda desde avanzada la tarde hasta las primeras campanadas de la noche. Atento y sin intervenir, escuchaba las charlas que se mantenían al frescor de las cervezas. No bebía. No jugaba. Tampoco era casado. Su familia era de solitarios; de diez hermanos sólo contrajeron matrimonio tres de los varones y la menor de las mujeres.
En una de aquellas tertulias masculinas, festejó el incidente que se recordaría por años. También solterón, su tío mayor, medio imposibilitado, estaba casi sordo. Por las tardes lo sacaban en su equipal para que el sol le calentara los huesos. Un domingo, a gritos, que era como hablaba, le comentó a un amigo:
¡No, si te digo! ¡En tiempos de la revolución muchas mujeres quedaron desgraciadas para todos los días de su vida! Cuando llegaba la soldadesca o los alzados, arremetían con ellas. Y al dejar el lugar, la que no quedaba preñada ya no era buena pal casorio. Si no me crees, ¿por qué imaginas que todas mis hermanas se quedaron para vestir canonizados…?, soltó a los cuatro vientos, con una dicción digna de un locutor, mientras la gente paseaba su descanso por la calle principal. Sus viejas hermanas y sobrinas atendían la tienda y alcanzaron a escucharlo. Antes de que siguiera propagando la historia hasta entonces secreta de sus vidas, salieron apresuradas a meterlo a casa. El Tronco escuchaba todo sin malicia; le tenía sin cuidado de quién trataran los asuntos, pero al ver cuánto reían, también lo disfrutó.
Pasaron los años.
Viajaste a la ciudad con la familia para que tú y tus hermanos siguieran los estudios. El Tronco y el pueblo quedaron atrás. Viste cómo las fechas echaban maromas por la vida mientras se desprendían las hojas del calendario, y de la entonces niña que eras surgiste como desde una crisálida. Una joven a quien, por suerte, se abrían las puertas con facilidad donde quiera que fuera. Sin embargo, esto no te envaneció. A diferencia de tu hermana mayor, que a sus regresos no volvía a rozarse con los pueblerinos, gozabas metiéndote en las casas de los amigos de tus abuelos y amistando con las mismas chicas con quienes jugaste en la infancia.
El Tronco siempre te cayó bien por ese algo de pureza que le sentías en la mirada. Durante las vacaciones, donde te lo encontrabas te dirigías a él para saludarlo y preguntarle, por las siembras, el campo o el tiempo. Los demás, conociendo su naturaleza huraña, se asombraban de que contigo cruzara unas palabras. Te decía que pues, el campo, gracias a los chubascos, estaba rebonito con tanto verde por todas partes que daba gusto, que los elotes en la siembra crecían y crecían, y que el poco calor que hizo fue bueno para que la tierra se calentara y junto a la lluvia, diera mejor cosecha. Saludarlo era agradable; después de darle la mano, te retirabas.
Tiempo más tarde, tu padre te comentó que había ido al pueblo, al cual para entonces tu trabajo de docente en la universidad te restaba ocasiones para las visitas. Dijo traerte saludos de tu novio. Era la primera y fue la única vez que habló de novios contigo. Ante la extrañeza de tus ojos, te lanzó una mirada con sorna. Te recordó que, desde su ida a residir en Texas, volvía al pueblo una vez al año. Y cada vez, al divisarlo venir por la calle, alguien salía a su encuentro y antes que otra cosa, extendía la mano para saludarlo con esta pregunta:
– ¿Cómo está Sandra?
Al querer saber de quién se trataba, tu padre sonrió y contestó: Del Tronco.
Según su apreciación se encontraba envejecido, seguía sin poder extender el índice quebrado, escuchaba menos. Ya sabes, eso de la sordera es mal de familia. Pero cada vez que retornaba, te confesó con un dejo de satisfacción, se repetía lo mismo entre ambos. El encuentro, y antes que cualquiera otra cosa, su pregunta sobre ti, como un ritual inalterable.
Según le habían contado hacía años, al saber al Tronco de familia con tierras y comercio, además de soltero, una fulana muy maquillada de un pueblo vecino visitó a sus hermanas para exigir que le cumpliera y se casara con ella. Necesitaba dar hogar y apellido al hijo que habían tenido hacía poco.
Las mujeres elevaron sus gritos hasta la torre de la iglesia, pero el escándalo siguió abajo. Indignadas, llamaron a su hermano para que diera una explicación. Vino. Azorado, corto como era, enfrentó a la mujer. Una vez que escuchó su petición, contestó con voz clara y segura que, si como ella decía había sido su mujer, quería que dijera a sus hermanas cuál era su nombre. La otra respondió que el Tronco.
No dije mi apodo, sino mi nombre de pila. Cómo quieres que éstas te crean si ni siquiera lo sabes. La mujer que tenga un hijo mío, por lo menos sabrá el nombre del padre.
Sus hermanas lo miraron sorprendidas, y sonrieron.
La mujer se retiró, dando la rabiada. Más enfadada de lo que había aparentado al venir.
Esta tarde te has quedado pensando en esas cosas.
Tu padre, que en los últimos años pasa los inviernos en el pueblo, fue a verlo en su lecho de muerte. Te lo contó al teléfono. Entró en su cuarto y el Tronco, aunque débil y sin poder hablar, extendió como siempre la mano temblorosa para saludarlo. Lo miró con ojos implorantes. Tu padre sabía lo que quería preguntarle. Se lo comentó:
– Sandra está muy bien. Le va muy bien en su profesión. Ahora vive en Atlanta. Ayer hablé con ella por teléfono y le conté que te visitaría, Tronco. Me dijo que te dijera que te manda un abrazo muy fuerte y desea que pronto te recuperes.
Por supuesto, no mencioné tu boda.
Su rostro tosco, rugoso, de anciano triste y serio, se habrá dulcificado. Y poco a poco se habrá marchado a respirar otro tipo de oxígeno, a contemplar otras siembras, a escuchar un trino de pájaros más sereno y más limpio que los que pueblan este lado. Sobre el viento de unos campos lejanos, todavía más verdes, verdes… Tan verdes que hasta da gusto divisarlos.