Algo extraordinario
Por Paz Martín-Pozuelo
Salgo a la terraza y hago fotos, fotos al sol sobre los árboles, a las nubes, al horizonte lejano y solitario. Miro las butacas que un año más han pasado el invierno a la intemperie y me digo que no parece que el frío las haya estropeado especialmente. Sigo en pie, porque es la postura que ahora más echo en falta. Apoyo mi espalda en la pared y aprovecho para disfrutar el rayo de sol (esta mañana) o para oír el golpeteo de la lluvia sobre la baranda que íbamos a pintar un día cualquiera de las próximas semanas (esta tarde) Miro las terrazas vecinas, ahora vacías, ahora con gente, la ropa tendida, el silencio, la calle, la luz limpia de la tarde, un niño llora a lo lejos. Por el sendero que lleva a la piscina, el dóberman del bloque de enfrente arrastra sus patas sin ninguna gana. No parece que quiera correr, en cambio su dueño sí. El muchacho de rizos oscuros, con una de sus manos aparta la mascarilla de su boca, con la otra sacude la cuerda que lo ata al animal, y lo apremia:
—Vamos León —lo anima—. Vamos, vamos —insiste.
Al cabo, el animal, obediente, echa un trote. El muchacho de rizos oscuros lo sigue, luego el perro y el chico se miran, y es cuando intuyo que se entienden y se dan fuerza, porque de repente los dos se ponen a correr como si al final de la calle un premio les estuviera aguardando. Y ahí me detengo.
Me pongo a pensar en los premios y en los castigos, en lo mucho que, a veces, se parecen. Caigo en la cuenta de que no sé dónde están los límites porque, a veces, castigos que nos iban a doler nos acaban alegrando mientras que premios, que nos iban a liberar, acaban por encerrarnos. Y aunque me había hecho el firme propósito de no pensar, caigo en la tentación y lo hago. ¿Es esta pandemia un castigo? me pregunto, pero rápido sacudo mis pensamientos porque me niego a aceptar, siquiera sea por un instante, que podamos considerarla un regalo. Es cierto que estar confinado nos lleva al interior, que pude acercarnos a la verdad, que es una experiencia vital sin precedentes, es cierto que la tierra está sanando, que el aire es mucho más limpio ahora que los coches están parados, que los ciervos vuelven a pisar las calles de Barcelona, que los delfines se han acercado hasta los canales de Venecia. Es cierto que la solidaridad brota como una flor en plena primavera y muchos hombres y mujeres han puesto todo su tiempo y sus fuerzas en cuidar y acompañar a otros que no son ellos. Pero de repente el pensamiento se me va a los hospitales, a la soledad del hombre y la mujer enfermos, a la desesperación de médicos y enfermeros que han de tomar decisiones que con toda certeza les perseguirán por el resto de sus días y me invade una tristeza infinita, una desazón que me paraliza. Y entonces decido que ya no quiero seguir pensando. Elijo divagar porque no se me ocurre qué puedo hacer yo para que lo que está ocurriendo acabe.
Vuelvo de nuevo al cielo, lo recorro con la vista. Limpio y azul, más azul ahora que ha cesado la lluvia, me atrapa. Dejo que mis ojos lo miren, que caminen con las nubes hasta donde les dé la gana. Y mientras lo hago, mientras mis ojos se pierden en el blanco inmaculado de una nube gigante que me recuerda a un fantasma, empieza a ocurrir algo extraordinario. Un viento sereno me levanta de la terraza, y empiezo a ascender como si una mano misteriosa me alzara sobre las casas. Siento que sube mi cuerpo ingrávido, mis brazos extendidos, mis manos abiertas, toda yo soy ahora de aire. Llego a la nube que un instante atrás me recordó a un fantasma y ahí me quedo como una pequeña diosa, mirando desde lo alto las calles desiertas, los balcones, las flores. Busco mi terraza y cuando la encuentro sé que es allí donde quiero estar, junto a las aspidistras, disfrutando el sol que rebota en sus paredes. Y decido volver, regresar a mi casa, encerrarme en ella hasta que todo pase. La misma fuerza que antes me llevó al cielo, ahora me deja descender. Ligera como la hoja de un árbol que busca el suelo, voy descendiendo, veo las casas cada vez más grandes, la calle cada vez más cerca, vuelvo a estar en mi terraza, con el cuerpo apoyado en la pared y los ojos entornados recibiendo el sol tibio de la tarde.
Dejo ahora libre mi mente, que se pierda otra vez con el sol sobre los árboles o en las nubes que se mueven en el cielo, o en el horizonte lejano y solitario hacia el que querría caminar antes de que acabara la tarde. Caigo en la cuenta de que ya no tengo asuntos pendientes, de que cuando el confinamiento acabe, cuando pueda salir de casa, solo querré caminar y siento paz, donde antes había miedo empiezo a vislumbrar esperanza. Como tengo el móvil en la mano, vuelvo a hacer fotos, ahora a la calle solitaria, al sendero que lleva a la piscina, a León y al chico de rizos que regresan tranquilos calle abajo, al árbol ya sin sol, a las plantas que embellecen mi terraza y a la gota fresca que atrapada en la baranda se mueve con el aire sin decidirse a caer como si también ella estuviera confinada. Y sé que la gota, el mundo y yo más pronto que tarde volveremos a ser libres de este horror que ahora se empeña en paralizarnos.