El Rosario
Por Isabella De Jesús Bautista (de Brevivísimos)
Volví después de muchos años y al encontrarme con la puerta de aquella casa la volví a ver. Estaba ahí. Un río originado sobre el dintel de las mejillas se me vino encima. Ella me batía a diario un ponche con leche recién ordeñada mezclada con gotas de licor, azúcar y una yema. Yo despertaba con el ruido de sus afanes mientras preparaba el almuerzo en la cocina. Con su risa y ese espacio gozoso que parecía seguirla a todas partes. También estaba el aroma a café de olla, a huevos estrellados, aquellos frijoles refritos que nadie pudo igualar, la salsa picante martajada en la hondura del molcajete y el olor a tortillas de maíz recién hechas a mano. Amé la eternidad desde pequeña cuando en la iglesia durante el rosario, echaba al vuelo aquella voz amante y dirigía alabanzas. Después volé de esa creencia más no del lazo que ella anudó con luces entre la eternidad y yo. Menuda, de rostro labrado, mi abuela con su coherencia me enseñó a abrazar las lecciones del camino sin escozor ni aire de mártir. Amaba declamar.
Soltaba el corazón cuando lo hacía. Escribía con letra ornamentada. El ropero era el arcón de sus memorias. Sólo a una prima y a mí nos permitía seguirla en esos días cuando su estrella la arrebataba de nostalgia. Abría de par en par sus puertas con espejo y, sobre el lecho, desparramaba túneles y objetos que nos llevaban a su historia. Fotos, vestidos, obsequios de sus hijos y aquellos trastecitos miniatura hechos de barro con que cargó desde su casa después que la vistieron y coronaron con un puño de azahares. Nunca disfruté en esos años horas mejores que las de aquellas tardes. Mi madre decía que de pequeña amaba ver la virgen del templo, por mi abuela –su madre,- era idéntica a ella. Tengo la sensación que se marchó como una eterna virgen. Una niña a la que casaron con escasos quince años con un hombre vetusto, en esos tiempos donde tantas mujeres con racimos de hijos, nunca supieron del amor.
El sol amenazaba con su partida. Volví a la realidad y agradecí a esa puerta tan doliente de olvido, su recuerdo.
Sobre escribir un cuento
Echar al vuelo un cuento, es abrir el cerrojo a un aroma, la luz de una hora, el ruido subterráneo de un momento. Mientras lo escribes puede doler y hacer sangrar la lágrima, o tejer un gesto en las comisuras, encontrar que divierte. Quizás haya un punto de quiebre donde lo que sucede cambia todo. Puede hablar de lo descascarado del cielo raso de un hotel donde un hombre casado embauca a una jovencita que no se atreve a decir basta, que aquello se siente nauseabundo, que siempre regresa de esas citas como a oscuras por más que llueva sol.
Puede hablar de los guijarros que molestaban las plantas de sus pies cuando de niña se bañaba el gozo en el riachuelo, la esperanza en el riachuelo, la inocencia en el riachuelo, sin cuartos de hoteles donde algunos varones llevan a las jovencitas para embaucarles los días tiernos.