Individuo rumiante
Por Luis Sáez Rueda
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El enclaustramiento, el ensimismamiento, el estrechamiento de la vida al fuero interno; la falta de vivacidad del tiempo, sometido a la rutina persistente, el escoramiento del trabajo hacia lo virtual… Todas estas cosas, entre otras muchas, que crecen en el régimen de vida que acompaña a la pandemia generan una especie de «vida rumiante». Como las condiciones de aislamiento crecen y el trabajar a destajo sigue siendo la actividad fundamental los individuos tendemos, por una fuerza irresistible, a volcarnos sobre nosotros mismos y a rumiar en ese mundo «ad intra» todo lo que se hace, se piensa, se siente. El individuo rumiante no tiene pensamientos, sino que los padece y los contempla, mirándose a sí mismo; no tiene emociones espontáneas en un afuera sin que hayan pasado antes por la inspección hacia adentro (y ese afuera se revela, al fin, parte del adentro). El individuo rumiante no va por caminos, los caminos se acercan a él. Vive pegado a un ordenador o a un documento o a cualquier forma de ventana. Y, ya que no comienza con salir al mundo, el mundo termina yendo a él a través de una multitud de impactos que son rumiados en soledad. No es que el individuo rumiante propenda a darle vueltas a las cosas, es que las cosas vuelven a él una y otra vez desde no se sabe dónde. No pertenece a un mundo: más bien, éste se infiltra en su seno interno, donde es observado desde la distancia. El individuo rumiante no es que dialogue consigo mismo; está tan pegado a sí, que no puede dejar de prestar oído a todo lo que le pasa. Rumia todo. Es un gran espectador. No hace, propiamente, sino que contempla que hace. No dice, sino que se percata de lo que dice. El individuo rumiante crece en las condiciones contingentes de un claustro, por supuesto. Pero da cierto miedo imaginar que tales condiciones han venido para quedarse, que se van implantando sutilmente como si fuesen normales, hasta el punto de que seguirán su curso aún cuando ya no sean necesarias. O tal vez no; tal vez el individuo rumiante llega un día a detestar su óvalo (o mónada, o cueva) lo suficiente como para prorrumpir en el afuera. Se está volviendo céntrico, sí, arremolinado en torno a su propio eje giratorio, pero tal vez se harta un día y descubre de nuevo el goce de su excentricidad, su condición errática.