Abelarda
Por Isabella Bautista
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Llevada por las riendas del dolor, Abelarda fue una mujer de odios grandes y perdones pequeños. Con el tiempo aprendió que la distancia y la paz no aceptan monedas de amargura.
Soportar tres días como tres siglos en un tugurio que la llevó al infierno, en principio había marcado a Abelarda. Una alcayata oxidada le sirvió de arma para salir de aquel burdel a donde la llevaron por la fuerza. El hombre que hacía de guardián, no volvió a amanecer.
Corrió y corrió, Abelarda. Prolongó su huida hasta que un hombre joven al volante de una camioneta dio auxilio a su premura. Conducía de regreso al terruño. Un pueblecillo a dos Estados, Sierra Madre y media de por medio, de donde la encontró. Que se mostrara cauteloso y serio inspiró su confianza. Tanta, que juntos llegaron al altar tiempo después.
Abelarda nunca volvió a su tierra. Se le daba cocinar y contar historias que había escuchado en boca de su abuela y otras que se sacaba de la manga, bastante lejanas a lo que había vivido. Al tiempo su marido y ella pusieron una fonda en la plaza del pueblo.
Mortificaba a su esposo verla triste si hablaban de sus padres. Mandarles razón de lo bien que se encontraba su hija e invitarlos a vivir con ellos, fue para Abelarda algo más que un simple obsequio de aniversario. Les alquilaron una casita prolija y blanca, con sus tejas de barro y el patio florecido en torno a un pozo de brocal, donde vieron desvanecerse en paz
la luz de sus otoños.
Abelarda fue amada y comprendida, con toda la lealtad que sueñan esas muchachas puebleñas cuando portan azahares. La maternidad le fue esquiva, pero gozó a los niños de sus empleadas como si fueran suyos. Mujeres a quienes Abelarda y el marido dieron trabajo cuando decidieron marcar distancia de sus verdugos, sin importar que fuesen la semilla que germinó sus vástagos.
Lo sucedido a Abelarda hacía tanto la había llevado a soterrarlo en el rincón más hondo del recuerdo. Tan hondo y lejano, que a veces parecía que aquello le hubiese sucedido a otra persona.
Atraídos por el aroma querendón y sabroso de su sazón, los lugareños colmaban su fonda. Por más que lo intentaron, nadie lograba igualar sus recetas. Cuéntenos algo, doña Abelarda, pedían, entre antojo y antojo.
Para exorcizar la cicatriz de la experiencia que sentía similar al follaje oscuro de un bosque espinoso que alguna vez sería preciso atravesar, cierta vez que le pidieron otra historia, Abelarda, rostro grave, pasó el platillo que tenía presto a una de sus ayudantes. Lavó y secó sus manos, se despojó del delantal, abarcó a todos con mirada resuelta y empezó:
Pues ahí tienen ustedes, que había una vez una mujer quien, llevada por las riendas del dolor, se convirtió en una persona de odios grandes y perdones pequeños. Una alcayata oxidada le sirvió de arma para salir de aquel tugurio a donde la llevaron por la fuerza. Sólo tres días le fueron suficientes para planear su huida. El hombre que hacía de guardián, no volvió a amanecer.
Con el tiempo, la mujer aquella aprendió que la distancia y el sosiego no aceptan monedas de amargura. Los buenos tiempos son hasta que son, dijo muy seria y asumida.
Su marido, que atendía una mesa a sus espaldas, escuchaba inquieto. El capricho de una fuereña de conseguirse sus favores a como diera lugar, en el desespero, había hecho correr rumores de que bebía el aire por ella. Esa mañana por primera vez Abelarda y él habían discutido. Se volvió. Fijó los ojos en el relato de su mujer.
El sol maduro colado por las altas ventanas de la fonda en esa hora que todo lo cubre de azafrán, daba a la recia y sin embargo delicada figura de Abelarda un satinado aire de señora. Pero no de esas a quienes el altar o una firma son suficientes para catalogarse.
Señora en el amplio sentido del término. Y fue dichosa, continuó Abelarda, voz parsimoniosa como el repique de campanas para llamar al rezo, respondiendo a los ojos del marido. Las cosas buenas son hasta que son y hay que saber agradecerlas, afirmó en tono firme.
El cariño de un hombre la hizo volver a florecer como el jardín más atendido con suma delicadeza, siguió su relato. Si alguna vez aquello se acabara, bastantes años tendría para vivir de los recuerdos.
Él también encontró justo a su lado el Paraíso y nunca la olvidó, brotó desde el pecho de su esposo a modo de remate de la historia, en tono ronco, atragantado de sentires, sin dejar de mirarla.
A lo ancho de la fonda materializó el silencio. Ambos avanzaron uno en pos de los brazos del otro. Hasta el olor de los platillos pueblerinos hizo pausa. No fue preciso confesar de quiénes se trataba aquel relato. Ni esclarecer de una vez por todas, cuál era el aliño principal de los platillos de Abelarda.
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