Confinamiento en el Afuera y a plena luz del día
Por Luis Sáez Rueda
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A menudo pienso que es al revés, que el confinamiento lo tenemos en el exterior. Este retraimiento en casa es, al fin y al cabo (exceptuando a quienes tienen problemas de salud), un respiro. El verdadero confinamiento está fuera, lo vivimos continuamente. Pues el mundo al que pertenecemos está cada vez más intensamente dominado por fuerzas ciegas; es decir, por fuerzas inerciales sin sujeto, anónimas, que nos esclavizan. Hay una gran cantidad de esas fuerzas ciegas en las sociedades actuales: no sólo las del capital; también las de la racionalización de la vida, las del cálculo de todo lo existente… Hay muchas, todas poderosas, enredadas entre sí. Ellas nos atrapan desde que nos levantamos por la mañana hasta que cerramos los ojos para dormir e incluso entre sueños reaparecen a veces espectralmente.
Conocemos a seres humanos con una gran voluntad de dominio, a seres humanos con muy mala intención. Conocemos a gobiernos que hacen todo lo posible por controlar nuestra vida. Conocemos a muchos seres, en fin, que quieren arrebatarnos la libertad de hacernos a nosotros mismos y someternos a sus expectativas y propósitos particulares. Pero ninguno de ellos es tan temible como una fuerza ciega, porque todos ellos tienen rostro. Ninguno de ellos es tan poderoso como el haz de fuerzas ciegas, sin rostro, inhumanas, que se extiende en nuestro presente. Estas fuerzas son dinamismos autonomizados de la voluntad humana que se vuelven contra ella y la pliegan a su movimiento oscuro, anónimo, irresistible. Son como la Ley ante la que el personaje de la narración de Kafka está sentado, esperando. El guardián le dice, cuando está próxima su muerte: «esta puerta [la de la Ley] era para ti». Es una metáfora magnífica, aunque algo siniestra. Los humanos hemos desatado dinamismos que se han separado de nuestras intenciones y que, semovientes, han puesto una puerta a nuestras vidas, una Ley que nos hace esperar un día tras otro ese momento en el que podremos ser protagonistas de nuestras propias vidas, ese momento en que seremos autónomos. Pero ese momento nunca llega. La Ley que nosotros mismos hemos producido nos lo niega. Quiere estar cerrada hasta el día de nuestra muerte.
Así, pues, amigos y amigas, el lugar confinado es el afuera en toda su amplitud. El exterior entero es un confinamiento al aire libre y a plena luz del día.
Retirarse a este confinamiento de casa, de los hogares (los que tenemos hogar) no significa, en realidad, encerrarse, sino liberarse del encierro externo. Desde ese punto de vista, el coronavirus nos ofrece una posibilidad de lucidez: la de extrañarnos del confinamiento global y exterior en el que vivimos, cada vez con mayor rigor, La de contemplarlo a cierta distancia, porque de muy cerca no se ve. Este confinamiento en la libertad interior nos da la oportunidad de percatarnos de nuestra «vida fatídica», entregada a un fatum, a un conjunto de reglas, disposiciones, procedimientos… expresión de fuerzas ciegas. Y nos da la oportunidad para odiar ese confinamiento exterior, para detestarlo con todas nuestras energías, para asombrarnos de cuánto soportamos ante la puerta de la Ley, de cuánto puede un cuerpo sometido.
Este confinamiento en la libertad, que es una paradoja extraordinaria, debería servirnos para percatarnos con más intensidad y horror del encarcelamiento verdaderamente real, ese ahí afuera, al aire libre, que nuestra civilización está generando en su ocaso. Debería servirnos para compadecernos los unos respecto a los otros, para descubrirnos recíprocamente como esclavos, como hermanos en la esclavitud. Y debería, por tanto, causar algún grito en nuestro interior, un grito que pida libertad. No ya para uno, sino para esta pobre humanidad entera, a la que pertenecemos todos, que se encarcela a sí misma en el inmenso Afuera y a plena luz del día.